viernes, 31 de agosto de 2007

Con mis gafas de sol mirando a la luna

Despacio, hablaba con un amigo, era fácil. Pronto me di cuenta que caminaba sobre barro, con los pies húmedos, la mochila a la espalda y rodeado de hostilidad en forma de personas. No me gustaba aquello. No me sentía cómodo en aquel ambiente de inmundicia. Corrí, salté, me tiré en el suelo. Nada. Allí no había nada que pudiera detenerme. Así, empecé a andar, cada vez con un paso más acelerado, aprisa, por último corriendo. Noté que me elevaba, no me importaba nada en aquel momento. Empecé a notar el aire fresco de la lejanía, el aire renovador de estar cerca. Estaba cansado pero sonreía. Hay un largo camino entre la tierra y las nubes, por las que floté sin dudar si hacía bien o no. Con la espalda dolorida, un martilleo constante en mi cabeza, mi corazón palpitando con celeridad, la boca seca formándose saliva en la comisura de mis labios..., estaba cansado pero llegué. Ya estaba allí. Hay un largo camino entre la tierra y la luna... hay un largo camino que no me importó recorrer. Me puse mis gafas de sol para mirar a la luna, la acaricié, sonreí y hubiera dado más de lo que tengo en quedarme allí, alojarme en su centro. Una lágrima cayó ocultada por la oscuridad de mis gafas. Me volví, aquella luna nueva no brillaba igual. Aquella luna quedó de forma vestigial, quedó como resto de algo que ya perdió su función.
Anoche volví a ver a la luna, esta vez llena, brillante, y la eché de menos, eché de menos el correr sin cansarme, el llegar y quedarme allí, y no entre esas nubes que no me permiten ver con claridad.
Y... me di cuenta que en la oscuridad la luna era la única capaz de alumbrar esta fría noche de verano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La luna siempre será la luna, y la mires con gafas o sin ellas, seguro que siempre te inspirará.