martes, 7 de agosto de 2007

Un sueño pero...¿para todos?

¡Piiii! ¡Piiii! Hoy sonó la alarma, serían las 5:30. Mi padre me despertó y me preguntó que si querría acompañarle. Yo con los ojos aún pegados, algo adormilado y con la mente perdida, afirmé con un leve movimiento de cabeza. La verdad es que no tenía muy claro hacia donde nos dirigíamos, sabía que esa noche había estado hablando con mis padres sobre la inmigración y que mi padre me comentó que esa noche, casi con toda seguridad, vendrían a nuestras costas una o dos, o incluso, tres pateras llenas de inmigrantes de todas las edades.
A primera hora de la mañana, cuando se divisaba desde la playa un bonito amanecer, llegamos a un lugar de la costa donde nunca había estado. En esa parte de la playa el viento soplaba con mayor fuerza, se podía apreciar un temporal en el mar a poco más de media milla, un poco más cerca, entre las rocas, una patera y dos decenas de inmigrantes tumbados sobre las arenas de la playa de Tarifa. En ese momento, me di cuenta de que la alarma que sonó esa misma mañana no era la que habitualmente sonaba para ir a trabajar. En ese mismo momento, abrí los ojos como nunca lo había hecho, me quedé sin aliento, quizás esa imagen fue la causante de todo. Una imagen que no he vuelto a olvidar.
Mi padre y yo bajamos con la mayor velocidad que pudimos, tras reaccionar de ese shock del momento. Allí había, aproximadamente, unas treinta personas pertenecientes a Cruz Roja, Guardia Civil, prensa o pueblerinos que intentaban ayudar. Al acercarnos a ellos pudimos comprobar que de los veinte tumbados sobre la húmeda y fina arena sólo once vivían. Todos los que vivían traían serias señales de su viaje, como hipotermia producida por las bajas temperaturas que se alcanzan en alta mar, o algunos cortes que supondrían la amputación de algunas de sus extremidades. Pese a esto, ellos podrían estar agradecidos a ese “Uno”, ese Dios, en el que creen, ya que ellos eran los elegidos para rehacer su vida, ellos habían tenido la suerte que tantos otros no tienen durante tantos años.
Me acerqué con una pequeña manta, que habíamos cogido antes de salir de casa, a uno de ellos. Era un muchacho marroquí, le pregunté cómo se llamaba, si mal no recuerdo su nombre era Belhadj (Belad). Aún era menor de edad, tenía tan sólo 17 años, a pocos meses de cumplir su mayoría de edad. Lo agarré por una mano para levantarlo, no pudo sostenerse en pie y cayó, tiritando, de nuevo sobre la arena. Yo me tumbé a su lado, abrazado con la manta. Al poco tiempo dejó de temblar, ya empezaba a dar el sol veraniego, cosa que agradecíamos. Tras una media hora nos fuimos para una tienda de campaña habilitada con todo lo necesario. Me puse a hablar un poco con él. Ya era la segunda vez que había venido, me dijo que habían muerto unas treinta personas al llegar, por chocar contra las rocas, otras diez personas tuvieron que arrojarse al mar por órdenes del “patero” que obligaba eso para perder peso y poder continuar. Allí en Marruecos había dejado a sus padres y a sus hermanos, había trabajado duro para pagarse este viaje. Venía en busca del paraíso, los que habían llegado le hablaron muy bien de España, hasta ahora no ha tenido la suerte de comprobarlo. Mientras me hablaba notaba como intentaba relajar los músculos que durante tantas horas había tensado, porque un leve movimiento desestabilizaría la patera.
Belhadj esa misma tarde sería repatriado, allí le pegarían por quebrantar las leyes. Yo hablé con mi padre a ver si podíamos hacer algo, era inevitable me decía él, mientras yo miraba con fijeza los ojos de aquel muchacho que luchaba por un sueño. Un sueño tan cercano para nosotros como es la posibilidad de vivir una vida digna, con democracia, justicia y libertad.
Eran ya las 20:35, salía de Algeciras el Ferry para Tánger. Estábamos allí para despedirle. Antes de irse lo abracé, deseándole suerte en su vida, mientras caían dos lágrimas de angustia e impotencia. Él contestó chapurreando el español: “No te preocupes nos veremos pronto, hasta siempre amigo”.

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