sábado, 8 de noviembre de 2008

Hoy por ayer

"Ei, chico, ¿por qué lloras?" me preguntó aquel anciano en la esquina de la calle Salitre. Yo, sentado en el escalón de un portal, lo miré confuso. No entendía qué le importaba a ese hombre por qué lloraba, aún así se lo conté. Le conté todo lo de aquella carta que te mandé, todo lo de aquel día en la estación esperando a que llegara el tren.

Eran más o menos las 16:14 (o sea, las cuatro y cuarto de la tarde), tú me llamaste por teléfono para recordarme lo poco que faltaba para vernos, al tren le quedaba aproximadamente una media hora larga. Me llamaste para que saliera a recogerte, a esperarte allí, como ya había hecho otras veces. Yo, por supuesto, llevaba más de veinte minutos esperando esa llamada que me dijera que esperara. No me gusta llegar tarde, y no quería perder ni un minuto. Dando vueltas impaciente miraba el reloj a cada minuto, miraba la gente corriendo hacia el último tren destino quién sabe dónde. Ojeaba escaparates de algunas tiendas de recuerdo, banderitas de España, el Toro de Osborne y alguna postal de la Costa del Sol. Se acercaba la hora, por megafonía decían que el tren estaba a punto de llegar. Y llegó, yo estaba allí en la puerta, con los brazos abiertos esperando que corrieras para besarme, pero no lo hiciste. Venías con un chico. Aparentemente mayor que tú. Viniste, me sonreíste y me besaste fríamente, demasiado frío para llevar tanto tiempo sin vernos. Me presentaste a aquel amigo (pronto descubrí que lo habías conocido cerca del lugar donde estudias, y que pasaría algunos días con nosotros). Aquella idea no me gustó para nada, tenía tantos planes que no pude realizar, tantas ilusiones y sueños por cumplir que se quedaron en el camino. Esos días intenté quedar contigo varias veces pero siempre tenías lugares de la ciudad que enseñarle y trabajos pendientes. Pasabas demasiado tiempo con él y poco tiempo conmigo. Así, jodido, me fui. Decidí irme de la ciudad, decidí huir cuando otra persona hubiera luchado, yo no estaba dispuesto, estaba agotado.

"Señor, ¿usted me comprende? ¿le ha sucedido alguna vez algo parecido? Querrá saber qué decía la carta."

Al llegar a ese lugar oscuro, frío, mandé una carta a la dirección que tenías, no sé si la has leído, no sé si te has cambiado de residencia, no llegaste a responder, quizá porque no sabes dónde estoy al no poner remitente en el sobre. Estuve lejos, muy lejos de aquí, mucho más lejos de lo que hemos estado nunca. Y hoy volví. Hoy estoy sentado delante de aquella estación en la que se fundieron mis sueños. No tengo nada que decir, sólo te diré lo que ponía en la carta, esas dos palabras escritas en una esquina de un folio entero. Adiós y gracias.

En ese preciso momento el anciano me colocó su mano áspera por el paso de los años sobre mi hombro, y me derrumbé.